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lunes, 9 de febrero de 2009

ENTREVISTA
LA LITERATURA Y EL FRACASO DE LA REPRESENTACIÓN DEL OTRO: Víctor Vich y las perspectivas sobre la Violencia Política
Por: Rafael Ojeda

R. O. ¿Cuáles crees que han sido las causas políticas y sociales que originaron la violencia que flageló al país en las dos últimas décadas?
V. V. Yo no hablaría tanto de causas, porque el debate sobre las causas ha sido muy intenso y casi no ha llegado a ningún lado; aunque sabemos que las causas tienen que ver con un problema estructural, con las condiciones específicas de Sendero Luminoso en la Universidad de Huamanga y el contexto ayacuchano de los años 60 y 70. Yo hablaría más bien de lo que la violencia política nos ha permitido ver: un estado del país y de la nación, ya que pone sobre la mesa, o en escena, el fracaso absoluto de la nación, el fracaso absoluto del país. Es decir, fracasan los partidos políticos porque no saben cómo relacionarse con ella, no saben cómo enfrentarla; fracasa el ejército porque demuestra su ilegalidad ante las violaciones sistemáticas de los derechos humanos, y fracasa la sociedad civil, que tampoco toma el asunto en serio (por lo menos en los primeros años). Entonces, la violencia permite ver que el Estado, las Fuerzas Armadas y la sociedad civil no estaban bien constituidas, que no había un proyecto de comunidad. Así, la violencia revela el fracaso de estas tres instancias.

R. O. Y, ante esa idea del fracaso de la narrativa, que sustentaba el proyecto político de nación, ¿no podríamos entenderlo como una narrativa de la violencia del país?
V.V. De hecho, la Comisión de la Verdad ha sostenido que el conflicto armado ocurrido entre 1980 y el 2000 fue el más sangriento de la historia del Perú. Ha sido una guerra de mayor proporción que la guerra de la independencia, e incluso que la guerra con Chile. En ese sentido, sí podríamos entender cómo el conflicto armado se convierte en el punto final que mostraría el fracaso de la nación peruana, el fracaso de la construcción del Estado, el fracaso de la imaginación de la nación, el fracaso de la promesa de un país libre, igual y justo para todos. Sería como el punto final de la historia. De ahora en adelante, ya está en nuestras manos comenzar a construir otra historia y otra narrativa.

R. O. ¿Por qué estos modelos discursivos deben ser asociados al funcionamiento del poder y a la exclusión social?, ¿no podría ser, más bien, que sirvan para legitimar las relaciones de poder que existen entre un centro hegemónico y una periferia excluida?
V.V. Hay una idea importante de la teoría crítica contemporánea, la cual sostiene que la realidad es -en buena parte- un discurso, que tenemos acceso a la realidad y a relacionarnos con ella gracias a las representaciones que producimos de esta. En ese sentido, la manera en la que nos representamos la realidad determina la manera en que nos relacionamos con ella.
Por ello, si yo tengo cierta idea de cómo es una persona o cómo es un grupo social determinado, estas representaciones repercutirán en mi accionar. Los modelos discursivos, las representaciones y los textos son fundamentales en la medida que ellos cumplan varias funciones. Una de ellas es determinar una relación con la realidad, y la otra es, como dices tú, legitimar estructuras de poder heredadas, es decir, legitimar el Estado y las representaciones que se han fosilizado y que se han venido heredando, que nadie cuestiona y que siguen constituyendo identidades y relaciones sociales en el Perú.

R. O. Pero, ¿por qué para explicar estos fenómenos, que muestran los desórdenes y contradicciones de la sociedad -que son objetivos y que son producidos dentro de las estructuras sociales mismas- debemos relacionar los procesos de violencia con representaciones verbales?
V.V. Yo diría que por las mismas razones. Accedemos a la realidad, en buena parte, a través de discursos. De ahí que, sobre la guerra, se producen discursos acerca de lo que estaba pasando y, hoy en día, acerca de lo que ocurrió. Unos dicen que pasó una cosa y otros que pasó otra o una tercera. Entonces, hay que agruparlos a partir de sus enunciados: ¿quiénes sostienen que pasó tal cosa y quiénes que pasó tal otra? Y debemos estudiar la relación y los intereses o la defensa que se hace de algunos intereses. Obviamente, la posición de los partidos políticos que no supieron afrontar el tema de la subversión va a ser muy distinta a la de las víctimas o a la de los militares. Por ello, tenemos que entender que la violencia ha sido una, sin duda, pero que es explicada, es narrada y es representada de distintas maneras. Y esas representaciones corresponden a intereses específicos y a luchas de poder dentro de la sociedad actual.


R. O. A mí me parece que hay una herencia de cierta jerga conceptual posmoderna en el hecho de incidir en la idea del relato como fundamento ordenador de la realidad, y que –si esto es restringido sólo a lo libresco– tal vez funcione únicamente como algo terapéutico, como en el caso del texto resumen del Informe final de la Comisión de la Verdad y Reconciliación que terminó llamándose Hatun Willakuy, que en español significa Gran relato ¿No crees que esta forma de manejar los hechos abusa de lo textual?
V.V. Sí y no. En el sentido que, por un lado, la posmodernidad tiene hallazgos muy importantes, tiene virtudes, como cualquier corriente, y también tiene defectos y afirmaciones polémicas. A mí me parece que una de las virtudes del pensamiento posmoderno, y de la deconstrucción, es haber puesto sobre la mesa la importancia del significado. Es decir, este significado no es una dimensión metafísica que está en la cabeza de las personas, sino que el significado es una práctica; el significado estructura nuestra misma relación con la realidad. Por eso, yo creo que es importante situar el problema de la violencia política en la discusión de los significados. Pero, por otro lado, pienso que el problema de la posmodernidad –y en eso no cae el Informe final– es precisamente que la posmodernidad afirma la imposibilidad de reflexión y de comprensión de una totalidad. Los posmodernos se sitúan en una lógica particular, fragmentaria, incapaz de totalizar y de universalizar, incapaz de producir afirmaciones de mayor envergadura. Y como tú has señalado, aquí hay un impulso final por salir de esta trampa posmoderna y repensar la totalidad. Hay que comprender que la violencia no es un problema que sólo compete al Estado, al campesino, a las fuerzas armadas o sólo a la sociedad civil, sino que la violencia es un fenómeno que explica la fractura y los problemas integrales del Perú.

R. O .Muchos parecen pensar que con la entrega del Informe final de la CVR se ha saldado ya los pasivos que el país tiene con las comunidades no letradas, que fueron afectadas directamente por la violencia política. Me parece que hay allí una “ilusión del fin”, que todo lo subsume a la textualidad del Informe final fetichizando su contenido. ¿No piensas que el Informe de la CVR podría caer en una suerte de referente “voyeurista” antropológico o en lo que tú has definido como una “narrativa de la piedad”?, algo que hasta ahora sólo resulta funcional en las salas de las bibliotecas...
V. V
. La entrega del Informe final -y el Informe final mismo- ha revelado los límites y hasta cierto punto, el fracaso de la textualidad, o sea, cuando la textualidad no va acompañada de movimientos sociales, de actores, de participación o de involucramiento en múltiples instancias, se queda en una biblioteca, en el puro signo y sin mayor incidencia en la sociedad. De hecho, el Informe dice una cosa y los políticos dicen que dice otra porque no lo han leído. O mucha gente no se siente representada en él porque han heredado estereotipos o imágenes de lo que le han dicho otros, o porque se han concentrado sólo en algunos fragmentos del Informe. Lo que este revela es que el trabajo final de la Comisión de la Verdad no debió haberse limitado únicamente a la producción del Informe, sino a la difusión del mismo, a partir de su articulación con los diversos actores y movimientos sociales. Tal vez el Informe no debió haber sido el punto final, sino el punto intermedio de esa larga tarea.

R. O. En la introducción de tu libro El caníbal es el otro, partes de una pregunta que considero fundamental: ¿Cuál es la narrativa que en el Perú finalmente se rompió para que hayamos podido ingresar al momento de la violencia política? ¿Cuál es la ficción social que terminó desgastada? Tras una lectura atenta de tu libro, no he encontrado respuestas a ello o, en todo caso, estas no estaban tan claramente especificadas. ¿Has encontrado la respuesta luego de todos estos años?
V.V. Esa es una pregunta complicada. Pienso que lo que el libro hace es mostrar tres lugares diferentes de representar la violencia: la versión de los senderistas, la versión de las víctimas y la versión de los intelectuales letrados. Estos tres lugares representan la violencia de manera tal que la culpa la tiene siempre el otro que es un bárbaro, es un ignorante, un salvaje o un traidor. Lo que yo intento mostrar es la imagen de un país, hasta cierto punto, estancado; esto, en la medida en que no puede liberarse de una representación facilista y esquemática para entender los problemas... Eso es lo que la violencia política permite visibilizar. Yo invertiría la pregunta, cuatro o cinco años después ¿Si realmente esa narrativa del otro como bárbaro, como caníbal, como salvaje se ha roto en el Perú, o si todavía sigue? Me da la impresión de que todavía hay signos que nos revelarían la persistencia de dicha narrativa entre nosotros.

R. O. Tu respuesta está relacionada a otra de las inquietudes que se han estado manifestando durante todo este tiempo. Tú has planteado la idea de la existencia de un “discurso letrado” que se auto construye como superior a partir de una voz que se presenta como una “racionalidad universal”. En el caso peruano se plasmó en manifestaciones fundamentalistas que podrían representar los extremos de la modernidad en el país; bloques contrapuestos que se asemejan en sus métodos, pero que discriminan cualquier forma alternativa de autorepresentación. Así, tenemos el discurso de Sendero Luminoso, por un lado, y el de las Fuerzas Armadas y el Estado, sustentados por el sector letrado de la ciudad, por el otro. Una forma de dictadura de la razón moderna que tiende a desaparecer al Otro tras estereotipos peyorativos.
V. V. Eso lo hemos visto clarísimo hace unos meses en el Congreso de la República, cuando dos congresistas querían hablar en quechua y fueron silenciadas, humilladas, y casi prohibidas de hablar. Y lo más vergonzoso no fue solamente ese gesto, que provino de una letrada por excelencia (Martha Hildebrandt) quien fuera presidenta del Congreso, sino que me llamó la atención el poquísimo rechazo de la opinión pública ante tal hecho. Es decir, la prensa no dijo nada; los editoriales no reaccionaron con la fuerza con la que se debía reaccionar, el país en sí no reaccionó, y creo yo, que eso era un acto discriminatorio, racista: el germen de los problemas de representación política que vivimos desde hace años, y los problemas de violencia que hemos heredado.

R. O. ¿Pero, se agota ahí tu diagnóstico, es decir, crees, como diría Derrida que “no hay nada fuera del signo”?
V. V.
No, claro que hay cosas fuera del signo, hay una dimensión del cuerpo, por lo tanto, hay un goce, hay una cultura material que el signo no consigue alcanzar en su totalidad. El signo quiere representar pero no puede hacerlo completamente. No creo que la realidad sea mera textualidad.


R. O. ¿Existe la posibilidad de sacar al “otro”de ese tópico colonialista que lo ha reducido a la condición de salvaje, violento, antropófago y sin capacidad de autorepresentarse, y que debe ser excluido –cuando no aniquilado– visible en representaciones noveladas, como en Lituma en los Andes, de Mario Vargas Llosa?
V. V. Ese es un problema de la crisis de representación política. El otro es subalternizado, el otro es colonizado porque está representado por una voz que quiere entenderlo y que lo define, y ese es exactamente el problema. El problema está en que el otro habla poco o no habla, o tiene pocos canales para hacer oír su voz, para representarse a sí mismo, para representar a su comunidad. Entonces, a nivel político y cultural, la única salida es promover la participación. A más participación, los sujetos dejarán de ser representados por otros y empezarán a hablar por sí mismos; al mismo tiempo seguirán produciendo intelectuales orgánicos, figuras internas a las comunidades que consigan simbolizar, o colocar simbólicamente su voz y su cultura.

R. O. Efraín Kristal sostiene que la violencia es consubstancial a la novela peruana, ¿qué piensas al respecto?
V. V. Sí, efectivamente, la violencia no solamente está consustanciada a la novela peruana, sino a la historia de la humanidad. En buena parte, ha sido el movimiento de la Historia, “la partera de la Historia” como diría Marx. La violencia ha sido parte intrínseca de los seres humanos. Pero, al mismo tiempo, la reflexión sobre la violencia ha sido simultánea a la violencia misma. El hombre también ha reflexionado sobre el sentido de esta. Yo creo que vemos en la narrativa última, en los cuentos, novelas y poemas que se están escribiendo sobre la violencia política, un intento por reflexionar e interpelar al país.

R. O. Entre Lituma en los Andes y Abril rojo, ¿crees que hay un cambio significativo de perspectiva?
V. V.
Desgraciadamente estas últimas novelas publicadas, Abril rojo y La hora azul, tienen demasiado fuerte el fantasma de Lituma en los Andes. Esta obra instaura una tradición discursiva para representar la violencia y estos recientes textos la siguen con cierta pasividad. Todavía perdura la descripción del campesino y del indio como un sujeto, sobre todo, mágico, irracional, que vive un mundo mítico, misterioso, incomprensible, ajeno a la modernidad. Estas dos novelas siguen fantaseando con esta imagen, y esa imagen ha sido heredada de la tradición más conservadora, y, en ese sentido, es una forma muy peligrosa y denigrante de calificar al indio.

R. O. ¿Estas novelas fracasan cuando intentan representar al otro?
V. V. El problema es que el mundo de la cultura es muy complejo. No podemos fijarnos solamente en un aspecto de ella. Que estas novelas representen al hombre andino –e incluso a la violencia política– de una manera muy conservadora, muy tradicional, no significa que no cumplan, o estén desempeñando en otras variables, a su vez y simultáneamente, objetivos positivos; o que no hayan estructurado una tradición positiva en la cultura peruana. Lo que hemos visto en los últimos años es que el informe de la CVR ha generado mucha resistencia en la clase política y en la sociedad civil, sin embargo, es claro que estas novelas son post informe de la CVR. Este documento ha sido leído, lo están utilizando o lo han utilizado, en alguna medida, para construir la ficción. Y son novelas más o menos bien recibidas, y no sólo internacionalmente, sino también aquí en el Perú. Entonces, podríamos poner sobre la mesa la hipótesis siguiente: que el informe de la CVR traspasa su introducción política o su introducción social, pero, empieza a asomarse a partir de la cultura. Es decir, la cultura sería un espacio mediante el cual el informe ingresa clandestinamente en el imaginario peruano. Yo creo que tendríamos que radicalizar esta postura todos los que trabajamos en el ámbito cultural.

R. O. ¿Se puede hablar de un nuevo género literario?
V. V. Yo no hablaría tanto de un género, sino de una corriente; la violencia política está sistemáticamente representada en la novela, pero también en la poesía, en el teatro, en el testimonio –que es lo más fuerte y lo más interesante, actualmente–, en la plástica, en la pintura. Entonces, yo diría que lo que observamos es un dispositivo productor de discursos y representaciones.

R. O. ¿No crees que es una veta de exotismo... de exportación?
V. V. Creo que hay algo de eso, pero no lo podemos entender como exclusivamente así.


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