No
sería fatigoso constatar en lo que Saldívar ha llegado a convertirse: ser un
escritor rotundo de lo perverso. Estrictamente, no explora lo terrorífico o lo
extraño, sino es de aquellos que nos sumergen en la esencia de la perversidad
pura. Las criaturas que nos acechan -deliciosamente malignas- en sus relatos, nos aseguran, a la vez, grandes cuotas
intolerables de repulsión y sobresalto. Sus cuentos nos dejan esa incómoda sensación
de haber atisbado algo pavoroso y abominable. Esta sensación es mucho más intensa y brutal cuando se remata
con esa irreverente, e infaltable, cuota de humor negro. Algo que el autor parece prodigarnos con retorcido placer.
Sin ello,
no habría otra explicación para comentar El
otro engendro, este corto texto que hoy nos ocupa: Astutamente, el autor en
él apela al recurso de la intertextualidad y acierta con largueza cuando le
rinde homenaje a Frankenstein, la gran novela de Mary W. Shelley. Sin duda, no
hay mejor obra para indagar en el origen y madurez de este género (o especie, o
subgénero) literario.
Justamente
Saldívar aprovecha este detalle para construir un personaje tenebroso, un impensado agente del mal quien
contamina, adiestra y pervierte el espíritu aún semivacío del monstruo; desvía
y deforma la simple curiosidad de este, en acendrado rencor; modela, incentiva e intensifica, cizañoso y pérfido, la anormal conciencia de
la infeliz criatura. Finalmente su esencia malvada aflora como un volcán, y ya
sabemos los lectores de Shelley cuáles serán las consecuencias para el doctor
Victor Frankenstein.
No anoto
las resonancias y simbolismos de los temas
que en sí se nos antojan infinitos: el mal, la consciencia, el “buen
salvaje”, el doble, civilización contra naturaleza, complejo de Edipo, relación
sexualidad y maldad, entre otros por el
estilo.
Más
bien, destaco el juego intraliterario, sobrio, logrado. Y a este respecto,
recordemos la noble ascendencia de este recurso y aún su plena vigencia. Desde la
novela decimonónica francesa, y señaladamente en el Romanticismo, hasta la de más
extensa fama: la Saga de Chutlhu que, con los años, fue enriquecido por otros autores
ajenos a Lovecraft. Asimismo, lo encontramos en el ciclo artúrico y el cantar de
gesta, y que se extiende hasta la actual Fantasía Medieval (o Fantasía Épica), y
mejor paramos de enumerar.
Por último ¿Qué son las obras clásicas griegas, épica
y tragedia, sino bellos diálogos intertextuales –e intratextuales- con sus
numerosos mitos que les sirven de fuente? Y, si pecásemos de maximalistas, tendríamos
a la novela histórica, que es un afluente más del desmesurado metarrelato que es la Historia.
Richard Daniel Alejos Martín
UNFV
UPCH
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