Lo había leído mucho antes, por supuesto. Sobre todo sus cuentos, memorables como el célebre “Juana la campa te vengará”, o novelas de variada extensión como El cínico o Pálido, pero sereno. Sin embargo, ahora, algo repuesto tras la noticia de su partida, se agolpan en mi mente no sólo el recuerdo de su vasta obra literaria, de reconocida importancia en nuestras letras, sino también aquellas imágenes que la memoria atesora y que marcaron mis primeros encuentros con él.
2001: patio de letras de la UNMSM. Carlos Eduardo Zavaleta salía de dictar el curso de Literatura Norteamericana cuando lo vi cruzar el patio. Lo reconocí rápidamente y, venciendo mi timidez, me acerqué a saludarlo. Y tras comentarle mi gratísima lectura del cuento “Juana la campa te vengará”, Zavaleta procedió, con el desprendimiento propio de los antiguos maestros, a relatarme, con lujos de detalles, los pormenores del proceso de concepción y escritura de aquel estupendo relato.
Aquella charla se retomaría un año después en su departamento miraflorino. El pretexto: una entrevista para un diario en el que escribía por aquella época. Zavaleta no había publicado en ese momento ningún nuevo libro; mi motivación era más personal que periodística: conocer un poco más de cerca al autor que había incorporado casi en sus inicios las técnicas narrativas modernas, fruto de sus lecturas de Joyce y Faulkner.
Meses más tarde, sorprendiéndome por su gentileza, Zavaleta me telefoneó para invitarme a tomar un lonche en su casa junto a su esposa. Acudí a aquella cita con una amiga (que si lee estas líneas recordará con mucha simpatía aquella velada). Esa tarde conocí la otra faceta del escritor, su lado personal, íntimo. Y pude presenciar, además, la amorosa y entrañable relación que mantenía con su mujer, una señora estupenda, inteligente y de refinada delicadeza; quien lamentablemente fallecería ya hace algunos años. Una muerte que, estoy seguro, hizo mella en su salud, aunque él trató de no aparentarlo.
Las visitas a su hogar se repitieron, la mayoría de ellas motivadas por mi interés de entrevistarlo sobre sus nuevas novelas o por aquellas reediciones de libros anteriores. Entrevistas publicadas en los diferentes diarios en donde iba recalando a lo largo de los años que transcurrieron.
La última vez que lo vi fue en el año 2008. Pocos años antes había enviudado y, quizás para intentar procesar la pérdida o exorcizar su dolor, había publicado la que sería su última novela: Huérfano de mujer. Confieso que para mí fue aquella una entrevista difícil, sabía que cada una de sus respuestas tocaba fibras sensibles a pesar de que mantuvo la serenidad durante toda la charla. Al final, apagada ya la grabadora, y enrumbada la conversación por otros rumbos, Zavaleta y Pável, mi amigo fotógrafo, enfilaron hacia el fondo del departamento, rumbo al estudio del autor, hasta perderse en aquella habitación atestada de libros en la búsqueda de la foto perfecta. En una tarde que empezaba a tornarse cada vez más gris, como la de ahora, enturbiada por la bruma espesa de su desaparición.
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